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HISTORIOGRAFÍA E HISTORICISMO


El proceso de construcción del España como estado nacional y el triunfo de la revolución liberal caminaron en paralelo a una creciente y muy romántica preocupación por el pasado, observado a partir de entonces como hecho dinámico, un proceso sin rupturas con el presente. El pasado no será concebido, pues, como algo muerto y caduco. En tanto que legado y fuente de inspiración, el pasado comenzará a formar parte del presente. Así, mientras el presente se impregnaba de historia, el pasado acababa por vivificarse.

La nación, nuevo vínculo de cohesión tras la crisis de la monarquía, se convirtió a partir de entonces en el sujeto por excelencia de los estudios históricos. La nación era entendida en este contexto como un agregado conformado en torno a un volkgeist, un carácter popular único e irrepetible, que era preciso mantener y, en su caso, defender de cualquier deformación ajena. Rastrear su antigüedad y sobre todo su inquebrantable y peculiar continuidad pasaba a ser una actividad patriótica a la que los historiadores se entregaron con fervor en el marco de las numerosas Historias generales de España, que empezaron a prodigarse. Destacan las elaboradas por Eugenio de Tapia (1840), Juan Cortada (1841-1842), Fermín González Morón (1841-1846), Fernando Patxot y Ferrer (1857-1859), Antonio Cavanilles (1860-1863), Dionisio Aldama y Manuel García (1861-1864), Antonio del Villar (1862-1864) o Eduardo Zamora (1873-1875). De todas ellas, sin embargo, la que más repercusión tuvo fue, sin duda, la monumental Historia general de España desde los tiempos primitivos hasta nuestros días, en 30 tomos, del sacerdote y, después, periodista, además de político, Modesto Lafuente y Zamalloa (1850-1867), la única que fue capaz de desplazar definitivamente la Historia de España que a principios del siglo XVII había publicado el padre Mariana.

La nueva forma de escribir la historia estuvo caracterizada por sus nuevos intereses. Los reyes dejaban de constituir el único protagonista del relato histórico. En todo caso, sería la relación entre monarquía y pueblo, expresada a través de las libertades jurídicas, lo que habría de constituir el eje de la narración, mientras la nobleza empezaba a aparecer como principal obstáculo para el despliegue histórico de la nación, entendido bajo la forma de progreso constante, aunque sometido a altibajos, del proceso de unificación nacional, culminado, lógicamente, sólo con el Estado liberal. La independencia de la nación, de la cual era prueba la constante lucha de los indígenas, nuestros antepasados, contra las sucesivas invasiones, será el primer paso y las hazañas de Sagunto o Numancia, su principal ejemplo. La monarquía visigoda, primero, y la epopeya reconquistadora culminada por los Reyes Católicos, después, constituían hitos de un proceso, en el que la infiel al-Andalus o la despótica monarquía de los Habsburgo se interpretaban, por el contrario, como épocas extranjerizantes, que habían conducido a la disolución y quiebra del espíritu nacional. Aunque variaba la interpretación de la decadencia, que para los liberales estaba inextricablemente unida a los Hasburgo, pero para los conservadores sólo habría comenzado con los últimos y débiles Austrias, unos y otros coincidían en ver en la Edad Media la culminación de las esencias patrias y, de paso, una prefiguración y un precedente inmediato del momento en que vivían. No se olvide que Argüelles había llegado a presentar la Constitución de 1812 como la culminación de la Edad Media.

La nueva interpretación liberal de la historia de España, representada por autores como Antonio Alcalá Galiano, Eduardo Chao, Antonio Gil y Zárate, Tomás Muñoz y Romero, Pedro José Pidal o Amador de los Ríos, chocaba, no obstante, con otras visiones, en especial las ligadas al tradicionalismo de Jaime Balmes, de la cual la Historia general de España del periodista Víctor Gebhart (1861) es quizás la muestra más representativa. El catolicismo más doctrinario, que veía en Dios el único poder soberano y en el monarca su único delegado natural, fue también refractario a la noción de pueblo hasta la derrota del carlismo. Donoso Cortés constituyó el principal baluarte de este tipo de posiciones. No obstante, la desarmortización, primero, y el desprestigio ocasionado por su adhesión a la causa del infante Carlos, más tarde, mermaron de forma significativa los apoyos a esta historiografía reaccionaria, que pasó a ocupar posiciones defensivas con la denuncia de sus nefastas maquinaciones al servicio de la tiranía.

La historiografía antiliberal caló también de forma muy importante entre las posturas regionalistas y localistas, en auge durante el periodo isabelino, que hacían frente al "castellanismo" de las versiones más divulgadas desde los resortes del poder central, especialmente en Cataluña, cuya decadencia se asociaba precisamente a su forzada integración en el Estado español a partir de la monarquía de los Reyes Católicos. Con todo, la Historia de Cataluña de Víctor Balaguer, un progresista, enunció de forma argumentada un modelo de integración de Cataluña en España a partir de bases historiográficas bien diferentes.

Se trataba, en todo caso, la escritura de esta Historia de un ejercicio cada vez más secularizado, científico e institucionalizado, gracias a la reorganización de la Real Academia de la Historia (1847-1848), la fundación de la Escuela Superior de Diplomática (1856) y del Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios (1858); sobre todo, tras la ley Moyano de instrucción pública (1857), que supuso su incorporación como materia obligatoria en distintos niveles educativos. A pesar de ello, las debilidades del sistema educativo, todavía más interesado en fomentar la instrucción religiosa que el ideario nacional, explican en buena medida las dificultades de la historiografía liberal en constituirse como interpretación hegemónica y consensuada de la historia de España.

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